¿Alguna vez has ido a casa de tus padres y estos estaban tristes o enfadados y te has sentido otra vez un niño/a que no sabía qué hacer? Seguro que sí.
El hecho de que nos convirtamos en adultos no significa que nuestro niño/a interior no pueda salir de vez en cuando. Es raro quienes no traen heridas de la infancia. Esto no significa que sean graves solo que el niño/a que fuimos vivió determinadas situaciones que almacenó en la memoria como dolorosas y se abren en momentos de la adultez.
Papa y mamá son más que nuestros padres, son personas antes que nada y tienen emociones asociadas a sus propias vidas. Nuestra mente adulta piensa “pues claro”, pero la parte emocional conecta con el niño/a herida y ya no lo tiene tan claro.
Cuando unos de los progenitores está pasando por un momento de bajón anímico a nosotros/as nos genera unas sensaciones corporales incómodas que queremos que se vayan cuanto antes. Desde el Ego queremos que se pongan bien porque a nos molestan las sensaciones corporales y queremos que se vayan. Así que intentamos acelerar la recuperación del otro por mí, no lo hago por ellos, sino porque no quiero ser adulto/a y hacerme cargo de mis emociones. Como cuando éramos pequeños y hacíamos todo lo posible para que papa y mama estuvieran bien.
Cada persona tiene un ritmo de recuperación. Entender esto y ser capaces de respetarlo mejora las relaciones interpersonales.
Como adultos que somos nos hacemos cargo de las sensaciones incómodas que nos genera ver a nuestros padres bajos de ánimo. Respetamos su ritmo de recuperación y les acompañamos en su proceso sin exigir que se recuperen cuanto antes porque a nosotros/as nos viene bien.
Mantén siempre tu posición de adulto/a. Si se te olvida, recuérdatelo mentalmente “soy un adulto/a”.
-Ruth Fernández-
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