Ahí estaba yo toda reluciente en el escaparate de una tienda de instrumentos musicales esperando a que alguien quisiera tomarme e hiciese sonar mis seis cuerdas. Estaba toda brillante y reluciente, pero pasaban los días sin que nadie reparase en mí.
Cada día estaba más y más desanimada, pero ya me había cansado. Y nada más amanecer me lo propuse, hoy sería el día elegido.
No paraba de imaginarme cómo alguien me tomaba con sumo cuidado y cariño. Cómo afinaba mis seis cuerdas haciéndolas sonar una a una hasta que las seis estuviesen en armonía entre ellas y juntas hiciesen sonar bellos acordes musicales. Y una vez afinadas, se disponía a tocar la más bella partitura jamás escrita, “El concierto de Aranjuez” de Joaquín Rodrigo.
Sólo pensar en esa obra y que mis cuerdas eran las que la ejecutaban, hacía que mi brillo deslumbrase. Incluso, me hacía más grande aún. Era como si mi madera hubiese crecido.
¡Qué bien me sentía en ese escaparate escuchando internamente la grandeza que afloraba en mí y la bella música que producida al ser interpretada por las manos de un gran músico! Tanto fue así, que esa grandeza que sentía en todo mi ser, hizo que un muchacho pusiera sus ojos en mí. No los apartaba ni por un momento. Cogió de la manga de la chaqueta al adulto que le acompañaba y empezó a tirar de ella señalándome hasta que consiguió que él también se percatase de mi presencia.
Lo sabía, él iba a ser mi compañero de andanzas musicales.
Padre e hijo entraron a la tienda y le pidieron al dueño tomarme para probar la acústica de mi cuerpo de madera y mis cuerdas. Tanto les gusté, nuestra vibración está tan igual, que, incluso, sin afinarme y probar mi cuerpo y mi sonido en todo su esplendor, que pagaron al dueño lo que pedía por mí y con ellos ahí que me fui.
El niño y yo vibrábamos. Estábamos en armonía el uno con el otro. Lo sentía. Íbamos a ser inseparables.
-Sara Estébanez-
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