Hoy era el primer día de instituto. No conocía a nadie. Siempre me habían dicho que ese instituto era muy duro, que los profesores eran unos bordes, que la gente que estudiaba allí eran malas personas. No sé el porqué de esa calificación sobre los alumnos porque cada año entrábamos cientos de personas nuevas, con lo que la variabilidad era total. Pero lo que no cambiaba de año en año era el profesorado. La mayoría de los docentes eran siempre los mismos. Y sí, según iban pasando las horas y teníamos nuestras primeras clases, lo pude comprobar en mis propias carnes. El amor, la empatía, el respeto y la empatía eran cualidades de las que todos ellos carecían. De hecho, hasta uno de ellos afirmó categóricamente que su asignatura no la aprobaba nadie. Pero además, en un tono de prepotencia y bordería importantes. No sé si para imponernos desde el primer momento el que estudiásemos duramente o para hacernos ver que estaba por encima de nosotros. No lo sé.
La cosa es que así fueron pasando las semanas. Efectivamente, cada día tenía menos ganas de ir, no por mis compañeros, sino por los profesores. Te quitaban las ganas de ir. Cuando tenías alguna duda y levantabas la mano para preguntar algo, te menospreciaban. Sus comentarios te dejaban por los suelos delante de toda la clase. Con lo que mejor ni hablar. De este modo cómo ibas a aprobar ninguna asignatura. Normal que hubiese un montón de repetidores y que tuvieran esa fama de ser uno de los peores institutos de la zona.
Un día recordé algo que me dijeron unos ancianos de mi pueblo “según lo que pienses, así será tu realidad”. Yo en ese momento, internamente me reí. No podía ser que mis pensamientos condicionasen mi realidad. ¿Cómo podía ser así? Era absurdo, imposible. Pero ya la situación no podía seguir así en el instituto. Aunque dudaba de la certeza de lo que me habían dicho los ancianos, probé a jugar con mis pensamientos y ver el instituto como un lugar de aprendizaje donde los maestros eran bellas personas. Les podías hacer cuestiones sobre el tema que estaban dando, los ejercicios y lo que estaban impartiendo en ese momento. Siempre me decía cosas como que los profesores me ayudaban a desarrollar mis cualidades, que empatizaban por completo conmigo, que me hacían disfrutar con sus enseñanzas. Cada vez que me cruzaba con ellos en el pasillo internamente me repetía frases de ese tipo. Y fue curioso cómo la cosa fue cambiando. Para empezar comenzaron a mirarme con calidez y de forma amorosa. Poco después cuando levantaba la mano para plantearles alguna duda una sonrisa se dibujaba en su rostro y respondían a mis preguntas con alegría.
La cosa es que esto sucedía sólo conmigo, con los demás compañeros y compañeras, todo era al revés, como desde el primer día, actuaban de forma prepotente como regañándoles por decir lo que decían o preguntar lo que fuese. Y si preguntaba yo eran todo amor.
¿Tendrían razón los abuelos del pueblo y sería cierto que nuestra realidad estuviese condicionada por nuestros pensamientos? La situación me estaba demostrando que así era.
Sara Estébanez