Todos los sábados iba al mercadillo de siempre. Nada más entrar había un puesto con una fruta y una verdura súper vistosa, con unos carteles que decían que eran de cultivo ecológico. Era el puesto más bonito de todos. Pero siempre me sorprendió, no vendían casi nada. Y no lo entendía.
Daba la sensación de que las personas que lo atendían eran encantadoras. Todos, tanto los hombres, como las mujeres que lo regentaban, estaban sonrientes. Pero por muy encantadores que fuesen y por mucho que tuviesen un género de gran calidad, no vendían casi nada.
No sé si sería el precio que era muy alto o qué. Pero se tiraban toda la mañana ahí en la puerta con todo dispuesto para ser vendido, pero siempre seguía igual de lleno y nunca se vaciaba. Llegado el horario de cierre del mercadillo recogían todos sus productos y sus artilugios y se marchaban.
Eso era la gente del puesto de la entrada, pero en otros tenderetes la cosa era totalmente diferente.
Había uno que siempre me llamaba la atención. Si quería comprar lo que necesitaba ya me las tenía que ingeniar para llegar pronto, que, como me retrasase un poco, me quedaba sin nada que comprar. ¡Y eso que era un puesto muy grande! Era más del doble de tamaño que el de la entrada. Tenían los mismos productos y los dos al mismo precio. Pero uno vendía y otro no. ¿Por qué sería?
Lo primero que se me vino a la mente era el trato que diesen a la clientela. Pero la cosa era más o menos pareja. En los dos puestos te trataban igual. A lo mejor en el segundo eran personas más cercanas al público, pero no mucho. Tampoco era para exagerar.
Después, pensé en el producto y la calidad. Pero en el de la entrada lo decía claramente. Ahí estaba su cartel de “cultivo ecológico”. Con lo que el producto no podía ser. Es más, poco después descubrí que los del segundo puesto también eran de cultivo ecológico. Y encima ellos eran los propios agricultores. Como los del primero. Pero nos vendían y otros no.
¿Por qué? La duda me seguía rondando.
Seguí haciendo averiguaciones y sólo encontré una diferencia: los del segundo puesto hablaban con cariño a las plantas de donde después sacaban los tomates, los calabacines y demás. Las decían cosas bonitas mientras las regaban. Les daban las gracias por cada producto que les daban y recolectaban. Si les hacían daño les pedían perdón. Eran cariñosos y amorosos con todas sus plantas, la tierra en la que estaban sembradas y el agua con el que las regaban. ¡Sólo eso!
¿Cómo podía ser que esa fuese la única diferencia entre los que vendían sus productos en menos que canta un gallo y los que no los vendían ni aun estando en el mejor punto de venta del mercadillo y anunciando sus maravillosos productos? ¿Les das mimos y vendes? ¿No les das cariñitos a tus plantas y no vendes? No daba crédito a lo que estaba escuchando y le pregunté a otra persona del mercadillo.
Le comenté lo que estaba viendo y mis averiguaciones y le pareció lógico.
– ¿Lógico? – Pensé para mis adentros. Me lo debió de notar en la cara porque nada más siguió.
– Es normal, las plantas notan cuando las quieren, cuando les dan cariño. Son como nosotros. Nos encantan que nos den mimitos. Pues a las plantas igual. Es más los del segundo puesto no es que sólo dan mimos a las plantas. También dan cariño a cada producto que ponen en la pesa. Le dan las gracias por estar ahí para que los vendan y para alimentar a sus clientes. Y no sólo con las cosas que venden. Lo primero que hacen cuando toman contacto visual con alguien le dan las gracias por estar ahí. Da igual que sea un posible cliente o no. Simplemente les están agradecidos por estar ahí. Sin la gente que ronda y circula por el mercadillo, el mercadillo no podría existir. Por eso les dan las gracias. Ya para ellos el que esa persona se encuentre en el recinto ferial les está reportando un beneficio. Y si no les agradecen su presencia, difícilmente volverán.
Me quedé sin palabras. No supe qué contestar.
-Sara Estébanez-
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