Eran las 10:30. Ahí estábamos otra persona y yo esperando al autobús para que nos llevase a la ciudad. El autobús era interurbano y la frecuencia con la que pasaba era menor baja. Tanto es así que, en el mejor de los casos, el espacio de tiempo entre uno y otro era de una hora. Y ahí estábamos esperando a que llegase el que debía venir a las 10:45.

Pasaban los minutos. Infinidad de minutos uno tras otro. Hasta las 11:30 no llegó. ¡Tres cuartos de hora de retraso!

Al subir le hice un comentario a la persona que estaba conmigo en la parada.

– Tú cómo yo, reorganizando todo. ¿Verdad?

A lo que me contestó indignada.

– Siempre igual. Hoy ha habido una avería. Si no es una cosa, es otra, pero siempre llega tarde.

Y efectivamente, no era la primera vez que se retrasada. El problema era las emociones que esta situación nos generaban. Podíamos verlo desde la ira, o desde un estado de paz y aceptación. Era nuestra elección.

Sí, llegaríamos tarde y tendría sus consecuencias. Suponía un re encuadre del tiempo y de lo que teníamos organizado en nuestra agenda. Pero esto también tenía sus ventajas.

A lo mejor ese tiempo de espera lo podríamos dedicar a hacer gestiones y cosas que teníamos programadas para otro momento. Alguna llamada o conversación pendiente. Incluso, algo de trabajo que teníamos planificado para hacer más adelante. ¿Por qué no? De hecho, te cuento un secreto. Este acontecimiento me ha ayudado a escribir este artículo.

Uno puede ver lo que le sucede desde los beneficios que le aporta, o desde los inconvenientes y desavenencias que esto le genera. Es decisión de cada uno.

Tú eliges. ¿Qué prefieres ver?

-Sara Estébanez-

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